LA ESCAPADA
LA ESCAPADA
© Jordi Sierra i Fabra 1989
* *—¡Cuidado!
El grito de Meg le obligó a reaccionar. Dio un gran salto, pero no hacia
atrás, como esperaba la guillotina, sino hacia adelante. La hoja pasó a
escasos centímetros de su cuerpo.
—¡Hacia el pasadizo, Meg! —ordenó Buggs.
Ella le obedeció. Buggs tenía el camino cortado por la guillotina, pero
en el momento en que la hoja volvió a subir, él aprovechó el preciso
instante de su rápida elevación para volver a pasar bajo su arco. La
cuchilla reaccionó demasiado tarde. Cayó de nuevo con un seco chasquido,
pero ya Buggs le había dado la espalda iniciando la huida.
—¡No te detengas! —dijo al ver que ella reducía su velocidad para esperarle.
—¡Buggs!
—¡No nos queda mucho, ya lo sabes! ¡Apenas cinco minutos!
El pasadizo se estrechaba. Más adelante vieron un recodo, casi un ángulo
recto hacia la izquierda. Meg fue la primera en doblarlo. Desapareció de
su vista y, de inmediato, Buggs escuchó el alarido.
De puro terror.
Se precipitó ciegamente por el lugar, y no se detuvo ni siquiera cuando
vio a Meg en las garras del troll. Sus fauces de dientes largos como
machetes estaban abiertas, a punto de dar la primera dentellada y
destrozarla. Una vez más, la reacción dependía de un segundo.
Se abalanzó hacia la derecha, hundió sus manos en la tierra y arrancó
una roca de grandes dimensiones. Luego la arrojó con todas sus fuerzas
contra el troll. De haber creído que eso era suficiente, habría gritado
por su puntería: la roca entró directamente en la boca del monstruo, y
al cerrarla, sus dientes se rompieron como cristales.
Soltó a Meg.
—¡Bajo sus patas!
Meg rodó sobre sí misma hasta levantarse a espaldas del troll. El animal
se enfrentó a Buggs, rabioso. Dirigió sus garras hacia su víctima y lo
hizo retroceder.
—¡Resiste! —dijo Meg.
Buggs la vio arrancar otra roca, levantarla por encima de su cabeza y
echársela desde una distancia muy corta. Fue un golpe de suerte. El
troll, alzado sobre sus patas traseras, no pudo resistir el peso y
perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo.
Buggs eludió la roca, saltó en dirección a la cabeza de la bestia y la
pisó. El animal lanzó una dentellada al aire, pero por entonces Buggs ya
corría sobre su cuerpo, hasta saltar al otro lado, donde Meg le esperaba.
—¡Ya!
Corrían más que el troll, por lo que lo dejaron atrás en unos segundos.
El pasadizo se ensanchó y pronto pudieron ver el bosque a lo lejos. El
rugido de la fiera les hizo comprender que la pesadilla aún no había
terminado.
Faltaban apenas diez metros para entrar en el bosque cuando…
—¡Esperad! ¡No podéis pasar por aquí sin antes luchar conmigo!
—¿Y tú quién eres?
—¡El Espadachín Loco!
Era cierto, el aparecido vestía de forma estrafalaria, como un
mosquetero, con capa, jubón, sombrero… y agitaba una espada delante de
sus ojos.
—Yo no tengo espada —dijo Buggs.
—¡Aquí tenéis una! —señaló una panoplia colgada de la pared.
—¡Buggs, el troll! —gimió Meg.
No tardaría en aparecer por allí, así que se movió rápido. Cogió la
espada y le bastaron unos pocos intercambios para saber que su oponente
era bueno, muy bueno, mejor que él. No tenía tiempo de ser un caballero.
Y además estaba Meg. Necesitaban seguir. Seguir no sólo por el
Espadachín o por el troll. Se trataba del tiempo. Cuando se agotase el
que tenían… todo terminaría igualmente.
Le arrojó la espada como si fuera un cuchillo. No esperaba darle, sólo
distraerle. Y lo logró. El Espadachín Loco se apartó y perdió su
posición, bajo la guardia. Buggs se echó sobre él sin darle tiempo a
reaccionar y lo abatió de un puñetazo.
El troll apareció en escena.
Se internaron por el bosque. Claro que no era un bosque normal. Le
llamaban el Bosque del Revés. Los árboles tenían la copa en el suelo y
las raíces en el aire, del cual se alimentaban. Por esta razón avanzar
era extremadamente lento. Su superficie parecía una selva de ramas y
hojas, a veces impenetrable. Y lo peor eran las piñas explosivas.
—¡Cuidado!
Meg había rozado una con su pierna. Buggs la derribó y la cubrió con su
cuerpo. La explosión fue seca y estruendosa, pero no les alcanzó. Se
incorporaron sin descanso.
—¿Cuánto falta? —pregunto ella.
—Menos de cuatro minutos.
—No lo conseguiremos. todavía…
—¡Sigue! —no quiso ceder a su desaliento.
Se arrastraron, saltaron de tronco en tronco, esquivaron otras dos
explosiones y, finalmente, se encontraron frente al Muro Insalvable. Era
una pared que se perdía a derecha e izquierda, y también por encima de
sus cabezas. Meg le dio un golpe con su puño.
—Apártate —dijo él.
Cogió una de las piñas explosivas y la lanzó contra el muro antes de que
le estallara en la mano. No hizo falta una segunda. Se abrió un boquete
lo bastante grande como para que pudiera pasar. A su espalda, los
rugidos del troll y los gritos del Espadachín Loco se mezclaban en su
persecución.
Y a ellos no les afectaban las piñas explosivas.
Apenas unos pasos al otro lado del muro, se detuvieron de nuevo.
Un centenar de miembros de la tribu de los reductores de cabezas les
cortaron el paso.
—¡Volvamos a por más piñas explosivas!
—¡No hay tiempo! —la detuvo Buggs.
—¡Pero no podemos enfrentarnos a tantos! —protestó ella—. Nos reducirán
de tamaño y entonces estaremos perdidos, nunca llegaremos a Paraíso!
Esa era la clave: la tribu no mataba a sus víctimas, sólo las reducía de
tamaño. Pero para ellos sería tanto como si les hundieran sus lanzas. A
su espalda, el Muro Insalvable impedía la huida.
Y en ese momento la zarpa del troll surgió por el boquete.
—¡Ven! —Buggs tiró de su compañera, guiándola hacia la derecha en
paralelo al muro.
Consiguieron dejar atrás a la tribu, al troll y al Espadachín Loco, pero
pocos segundos después…
—¡Buggs!, ¿qué es eso?
Parecían pájaros grandes, pero hacían un ruido muy peculiar, como el que
produce una espada o una hoja de metal al ser agitada a mucha velocidad
en el aire.
Demasiado tarde comprendieron que no eran pájaros.
—¡Son mariposas de acero! —alerto él.
—¡Un golpe de sus alas nos dejará inconsciente!
—¡Agáchate!
Estaban bajo ellas. Eran tan grandes como un águila. Sus alas de metal
blandían el aire emitiendo constantes zumbidos. Por lo menos no eran más
peligrosas: ni les atacaron ni les hicieron retroceder. Meg tuvo
entonces una idea.
—¡Colócate debajo de una y agárrate a sus patas!
Buggs saltó hacia arriba y se sujetó a las patas de una de las mariposas
de acero. Meg le imitó. La idea funcionó porque las dos mariposas
alzaron el vuelo, asustadas, buscando la libertad.
—¡Vamos, vamos! —gritó Meg—. ¡Llevadnos lejos!
Desde la breve pero respetable altura vieron a sus perseguidores
burlados aunque no vencidos. También vieron a lo lejos su destino.
Paraíso.
—¡Tres minutos!
—¡Seguiremos con estos bichos mientras vayan en línea recta!
A ambos lados los peligros se sucedían, y por detrás sus perseguidores
insistían en seguirles. Por desgracia, las mariposas perdieron fuerzas y
altura no mucho después.
—¡Están agotadas! —lamentó Meg.
—¡Mira, vamos hacia el río de las serpientes!
Era un río sin agua, formado sólo por serpientes de todos los tipos y
tamaños, casi todas venenosas. Si caían en él no saldrían jamás.
—¡Sujétate!
Las mariposas planeaban por encima del río, tratando de que sus dos
pesadas cargas cayeran en él. Buggs tensó los músculos, hizo una ágil
pirueta y y se encaramó sobre su mariposa. Meg le imitó. Ahora ellas no
podían condenarles al río sin condenarse a sí mismas.
Los dos animales sacaron fuerzas de flaqueza, ganaron un poco más de
altura y alcanzaron la otra orilla, donde se dejaron caer exhaustas.
Buggs y Meg bajaron al saberse a salvo, sin dejar de correr rumbo a su
objetivo: la salvación.
No llegaron muy lejos tampoco esta vez.
—¡Oh, no! —lamentó Meg—. ¡Las antimúsicas!
Se movían a tal velocidad que era imposible verlas. Lo único que se
apreciaba era una estela negra, zigzagueante, difusa e inconcreta. Eran
pirañas del aire, aturdían a sus enemigos y los devoraban.
—¡Nos han visto!
Meg buscó algo a su alrededor.
Algo capaz de…
Se agachó y cortó un tallo, fuerte y duro. Le quitó las hojas y lo pulió
por ambos extremos. Luego aspiró su contenido y lo escupió al suelo.
Cuando el tallo estuvo hueco por dentro se lo llevó a los labios.
Las antimúsicas se disponían a rodearlos.
—¡Espero que funcione!
Sopló por un extremo y produjo un silbido que pronto armonizó
convirtiéndolo en música.
Las antimúsicas se detuvieron aterradas.
Mientras Meg tocaba, Buggs hizo otra flauta. Le añadió unos agujeros y
la música sonó todavía mejor. La suave melodía fue definitiva.
Las antimúsicas se alejaron, zumbando a la desbandada.
No dejaron de tocar mientras corrían, hasta estar seguros de que ellas
no les perseguían. Entonces tiraron las flautas e incrementaron la
velocidad, sabiendo que podían perderlo todo por un segundo.
—¡Allí, a la Autopista Infernal!
—¡No, es peligroso!
—¡No hay otra solución si queremos llegar a tiempo! ¡Apenas nos quedan
dos minutos!
La Autopista Infernal era una vía de sentido único tanto para ellos, si
querían llegar a Paraíso por la vía directa, como para los coches que, a
toda velocidad, circulaban en sentido contrario. A ambos lados aparcaban
los coches disponibles para quienes quisieran arriesgarse a introducirse
en ella y evitar la colisión circulando de cara.
—¡Podemos alcanzar la la costa en menos de medio minuto y atravesar el
Océano Transparente hasta Paraíso!
La otra alternativa era seguir a pie por el Desierto de las Rocas, donde
la sed azotaba nada más pisar sus ardientes arenas. Precisamente las
rocas eran las estatuas de todos los que no lo habían conseguido.
—¡Confía en mí! —dijo Buggs.
Subieron a un coche de color rojo con el número 7 grabado en el morro.
Buggs lo puso en marcha y lo introdujo en la carretera. Los primeros
coches que volaban en sentido contrario pasaron a gran velocidad.
Entonces apretó los dientes, los puños sobre el volante y pisó el
acelerador a fondo.
Bastaba no ya un choque, sino un roce, para que su vehículo saliera
despedido por los aires.
Y si la llamaban la Autopista Infernal era por algo.
Meg contuvo la respiración. Buggs eludía coches, motos, camiones, en un
alarde de seguridad.
—¡Allí!
Eran dos y avanzaban pegados el uno al otro, sin dejar un resquicio por
el que pasar. No había salvación. Sin embargo Buggs no se arredó, giró
el volante y tiró del freno de mano, cambió el sentido de su marcha 180º
y obligó a que los dos vehículos se apartaran para tratar de
adelantarle. Justo al hacerlo pisó el freno, volvió a cambiar el sentido
de la marcha y cuando los dos coches pasaron por su lado él recuperó
toda su velocidad volviendo a sortear los que le venían de cara.
—¡Allí está el Océano Transparente!
Dejaron la autopista por la salida que daba a su destino y corrieron
hacia la orilla. Paraíso se alzaba en mitad del mar, como una isla
majestuosa y plácida. Sólo necesitaban una barca a motor. La única del
embarcadero la custodiaba una araña gigante, pero a estas alturas Buggs
ya no estaba para perder más tiempo. Agarró un palo, se introdujo entre
sus patas tras engañarla y una vez debajo de ella se lo hundió. Meg ya
ponía en marcha el motor cuando él saltó a la barca.
Lo malo del Océano Transparente era eso: su transparencia.
En su fondo se veían los restos de todas las barcas que lo habían
intentado antes… y fracasaron.
—¡No mires! —previno Buggs.
—¿Que no mire? ¡Pues si no miro cómo nos libraremos de ella!
La hidra de siete cabezas subía ya a su encuentro.
—¡Renace a medida que se le cortan las cabezas! ¡La única solución es
cortárselas todas de golpe!
—¿Cómo lo haremos? —se alarmó ella—. ¡No tenemos nada!
—¡Cambia el rumbo cada vez que te lo diga!
En el instante en que la hidra salía del agua, Meg dio más presión al
motor, atacándola. El monstruo no lo esperaba, así que, sorprendido, vio
como la barca pasaba por debajo de su cuerpo. Dos de sus cabezas
siguieron su rumbo.
—¡Izquierda, noventa grados! —dijo Buggs.
Meg le obedeció. Otras dos cabezas de la hidra siguieron a la barca y se
mezclaron con los largos cuellos de las dos primeras.
—¡Media vuelta, ciento ochenta grados!
De nuevo Meg hizo lo que él le decía. Las primeras y las segundas
cabezas comenzaron a entrelazarse con las otras tres.
—¡Sigue!
La barca enderezó el rumbo, pero ya la hidra no pudo hacer nada para
seguirla o tratar de detenerla. El nudo con sus siete cabezas era un
hecho. Sus catorce ojos se abrieron llenos de estupor. De sus siete
bocas surgieron rugidos ensordecedores e impotentes. Dando coletazos de
rabia se hundió en las aguas hasta llegar al fondo.
—¡Libres! —cantó Meg.
—¡A Paraíso! —gritó Buggs.
Apenas si quedaban quince segundos.
Ya no podían fallar. La isla estaba allí mismo.
La barca se quedó sin gasolina a unos metros de la orilla. Se lanzaron
al agua y alcanzaron tierra firme a nado.
El último obstáculo.
—¡La puerta!
Tras ella la libertad, la paz, el éxito.
Meg cogió las siete llaves que colgaban del picaporte. En otras
circunstancias con probarlas todas habría sido suficiente, tanto hubiera
dado que la abrieran con la primera o con la última.
Ahora no era así.
—¡Tres segundos! —se asustó Buggs.
Un sólo intento. No disponían de tiempo para más. Uno sólo.
Meg escogió una llave al azar, guiada por su instinto.
—¡Dos segundos!
La introdujo en la cerradura, contuvo la respiración y la hizo girar.
—¡Un segundo!
La cerradura saltó, libre.
Y la puerta de Paraíso se abrió.
—¡Sí! —dio un salto Meg.
Lo habían logrado. A través de la puerta vieron la exuberancia de
Paraíso, su paz infinita y su belleza.
Los dos se abrazaron, felices.
—¡Lo hemos logrado, lo hemos logrado, oh, Buggs!
—Todo ha terminado, cariño. Sabía que lo lograríamos.
Cruzaron la puerta, pero no tuvieron tiempo ni de cerrarla. En aquel
momento todo desapareció a su alrededor. Paraíso se evaporó en el aire.
En su lugar ellos flotaron en una especie de vacío lleno de luces de
colores. Fue una sensación increíble, como si estuvieran saltando y
viajando por el espacio.
Se dieron la mano para no separarse.
Sabían muy bien lo que significaba aquello.
Los hermosos ojos de Meg buscaron los de Buggs con cansancio y abatimiento.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Va a volver a jugar!
—Pero… ¿es que no se cansa nunca? ¿Cuántas veces van hoy?
—¡Catorce!
—¿No tiene nada más que hacer?
—¿Quién nos metería en este videojuego? —protestó Meg.
—¡El problema es el niño! ¡Es insaciable!
Los colores seguían envolviéndoles, pero ellos ya estaban preparados.
—¡Por lo menos ahora ya es bueno y ha aprendido! —suspiró Meg—.
¿Recuerdas al comienzo, cuando moríamos cada vez en todas las aventuras
a las primeras de cambio?
—O casi al final, que daba una rabia…
—Prepárate.
—¡Allá vamos!
A su alrededor se formó de nuevo la imagen. Se encontraron en el
comienzo, frente al primer pasadizo, nivel nueve de dificultad, y como
el juego contenía miles de rutas, no siempre pasaban por caminos o
historias conocidas. En cuanto el niño que jugaba con ellos pulsara el
botón de inicio de la partida…
De entrada dispondrían de una fracción de segundo para evitar morir en
el acto.
—¡Ya!
Y nada más asomar el primer peligro frente a ambos, Meg gritó:
—¡Cuidado!
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